La Costa De Chicago, de Stuart Dybek

 

⭐⭐⭐⭐

 La Costa de Chicago es otro de esos libros que me hacen salir de mi zona de confort, cosa que agradezco, porque lo más satisfactorio a la hora de devorar libros, es precisamente arriesgarte con autores nuevos, invisibles todavía y muy desconocidos. No conocía a Stuart Dybek pero gracias a la editorial Pálido Fuego, no solo sales de tu zona lectora conservadora, sino que te dan un empujón para lanzarte a territorios desconocidos, sin que te decepcione en ningún momento este riesgo asumido.

Es una colección de cuentos que se sale de lo normal por momentos y lo digo porque construye toda una serie de historias, de las cuales sobresalen otras historias más pequeñas con la ciudad de Chicago como punto de conexión, pero hay momentos que también parece una novela bien estructurada construida de pequeñas historias. Me ha recordado en ese aspecto un poco a lo que hacia Sherwood Anderson en Winesburg, Ohio, o a La Vida de las mujeres de Alice Munro, siempre salvando las distancias claro. Por momentos parece también una novela de iniciación donde un chico de clase trabajadora medio polaco y medio mexicano, deambula por su ciudad entre viajes en coche, en tren, en cines… Hay mucha música y mucha vida, pero quizás el rasgo que más me ha llamado la atención es el vagabundeo por una ciudad como si fuera un ensueño. Dybek le da a sus historias un tono muy onírico, muy de un sueño dentro de una ciudad plagada de vida.

Stuart Dybek construye aquí unos relatos soberbios, atmosféricos, algunos tan cortos que apenas llenan una página, que dejan marcado al lector con su seña de identidad: adolescencia, memoria, la vida urbana, la convivencia entre razas...y mientras tanto convierte a la ciudad en un personaje más.  (La traducción es de Jose Luís Amores)

“La música tardó en desvanecerse. Yo seguí captando efluvios en el conducto de ventilación, tras las paredes y techos, bajo el agua de la bañera. Sus ecos recorrían cañerías y bajantes ocultos tras el papel pintado, chimeneas tapiadas y pasillos oscuros. Daba la impresión de que el edificio de la señora Kubiac estaba acribillado de pasajes secretos. Y, cuando la música desapareció por fin, quedaron sus canales, transmisores de silencio. No un silencio normal de silencio y vacio, sino un silencio puro que superaba la ensoñación y el recuerdo, tan intenso como la música que había reemplazado, y que, como la música, tenía el poder de cambiar a quien lo escuchase”.

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